El mundo tiene sentido. Vence España. Gana el fútbol. Léanlo despacio: somos campeones de Europa. Ayer levantó Casillas la Copa que siempre sostenían otros. Esta vez el confeti era nuestro, los besos nuestros, nuestro el champán y las banderas. Ya no hay miedos ni complejos. Anoche aprobamos la asignatura pendiente que se nos había atravesado cada verano. El fútbol, nuestro fútbol, en la historia moderna y contemporánea. Con sobresaliente.
No nos queda ni un fantasma. Pasamos de cuartos con Italia, las semifinales contra Rusia y hemos vencido a Alemania en la final fulminando todos los demonios que nos atemorizaban y a los que imaginábamos. Ya no hay supersticiones. Se puede jugar al balón y vivir, ser pequeño y ser grande.
Esta historia está bien escrita, por los chicos y por el viejo, por este país que necesitaba una alegría en la que coincidieran, por fin, 46 millones de españoles. Somos así, estamos cargados de virtudes y habrá que admitir que tenemos algunos defectos. Una sociedad abierta a la que une el fútbol y la Eurovisión. Nos levanta el juego y nos abrazan los concursos, la competencia, el torneo que expone nuestra fragilidad y nuestra fortaleza. Somos así. Necesitábamos una razón para lo que otros requieren un himno, una bandera o un valle. Ya lo tenemos, porque somos, lo recuerdo, campeones de Europa.
Me vienen a la memoria los últimos minutos, el reloj que se atascaba como si le hiciera falta escupir cada cifra. Ni siquiera entonces España renunció al balón. Ni siquiera en ese trance agónico hubo un gesto que tuviera como objetivo perder el tiempo. Nadie se refugió en un córner, ni hubo pases a Casillas, ni balones al cielo, yo no los vi.
Al contrario, en ese callejón dónde otros se hubieran agazapado, nuestros futbolistas se lanzaron a por el segundo gol, generosos e inconscientes. Apasionados de rojo. En ese instante, a cinco minutos de proclamarnos campeones, les llamamos locos, lo confieso, y les gritamos el catálogo de los trucos que hemos visto y sufrido. Tirarse, fingir, pinchar la pelota, protestar. Fue inútil. Esos locos bajitos…
Escucho que no sufrimos en la final, pero hemos pasado demasiados años sufriendo como para superarlo de pronto. Ahora se nos traspapela que los diez primeros minutos fueron un vendaval alemán. Tocaban ellos, empujaban, llegaban. Levantaron un muro entre nuestros defensas y la línea de creación. Nos asfixiaron. Ballack, el moribundo salió como un titán y en pleno desconcierto la selección no vio otra solución que patear el balón, rifarlo, negarlo.
Duró diez minutos pero bastó para repasar las diapositivas de nuestros miedos. Suerte que el balón regresa a quien lo acaricia. Y España logró bajarlo, domarlo, mimarlo. Con cada pase ganábamos en confianza y un par de conexiones la doblaban, tres la triplicaban, ya así avanzábamos, multiplicando y multiplicándonos.
A los 22 minutos se confirmó nuestra recuperación. Ramos penetró en territorio enemigo y buscó el área, templado. Allí, en el cráter del volcán, Torres se elevó hasta superar los dos metros eternos de Mertesacker. Su cabezazo pegó en la cepa del poste y el rebote burló a Xavi, que lo esperaba con un cazamariposas.
Ese palo hizo retumbar el cráter del Prater porque nuestra afición también es distinta y canta más, y, sobretodo, es más feliz. Ya eran nuestros, que empiece el espectáculo. Sesc lo señaló con un disparo lejano. Y acto seguido lo ratificó con un pase delicioso que se coló entre el orden prusiano de la defensa alemana. Torres arrancó con tanta desventaja que lo perdimos de vista para tomar aliento y croqueta. Hasta que nos despertó el rumor. Torres pugnaba y vencía. Torres marcaba, España volaba. El primer mérito del Niño fue la fe, luego la velocidad, y por último la habilidad para sortear al defensa y batir al portero.
Se cerraba el círculo. Se esperaba al gran Torres durante todo el campeonato y había que darle la razón a Luís por exigirle al máximo para que llegado el momento nos diera lo máximo.
Alemania tenía que apretar en los últimos minutos de la primera parte y hay que agradecer su entereza a la defensa en general y a Marchena en particular, porque además de balones despejó tibias y cabezas.
En la segunda parte fuimos lo mejor de nosotros mismos. Desde la banda, Luís reclamó toque con ese gesto que consiste en sacudir las manos como quien se desprende de algo pegajoso, del miedo, de los complejos, de la historia negra. Y España se elevó hasta el infinito. Jugamos con una generosidad conmovedora, felices, geniales. Pudimos marcar más goles, dos, tres, quizá cuatro. Pero yo al final ya no veía.
Que nadie se seque las lágrimas, porque nos faltaban esas lágrimas. Aunque alguno, seguro, dirá que exagero.
Casi integro del artículo de Juanma Trueba. Diario As 30 de Junio.
No nos queda ni un fantasma. Pasamos de cuartos con Italia, las semifinales contra Rusia y hemos vencido a Alemania en la final fulminando todos los demonios que nos atemorizaban y a los que imaginábamos. Ya no hay supersticiones. Se puede jugar al balón y vivir, ser pequeño y ser grande.
Esta historia está bien escrita, por los chicos y por el viejo, por este país que necesitaba una alegría en la que coincidieran, por fin, 46 millones de españoles. Somos así, estamos cargados de virtudes y habrá que admitir que tenemos algunos defectos. Una sociedad abierta a la que une el fútbol y la Eurovisión. Nos levanta el juego y nos abrazan los concursos, la competencia, el torneo que expone nuestra fragilidad y nuestra fortaleza. Somos así. Necesitábamos una razón para lo que otros requieren un himno, una bandera o un valle. Ya lo tenemos, porque somos, lo recuerdo, campeones de Europa.
Me vienen a la memoria los últimos minutos, el reloj que se atascaba como si le hiciera falta escupir cada cifra. Ni siquiera entonces España renunció al balón. Ni siquiera en ese trance agónico hubo un gesto que tuviera como objetivo perder el tiempo. Nadie se refugió en un córner, ni hubo pases a Casillas, ni balones al cielo, yo no los vi.
Al contrario, en ese callejón dónde otros se hubieran agazapado, nuestros futbolistas se lanzaron a por el segundo gol, generosos e inconscientes. Apasionados de rojo. En ese instante, a cinco minutos de proclamarnos campeones, les llamamos locos, lo confieso, y les gritamos el catálogo de los trucos que hemos visto y sufrido. Tirarse, fingir, pinchar la pelota, protestar. Fue inútil. Esos locos bajitos…
Escucho que no sufrimos en la final, pero hemos pasado demasiados años sufriendo como para superarlo de pronto. Ahora se nos traspapela que los diez primeros minutos fueron un vendaval alemán. Tocaban ellos, empujaban, llegaban. Levantaron un muro entre nuestros defensas y la línea de creación. Nos asfixiaron. Ballack, el moribundo salió como un titán y en pleno desconcierto la selección no vio otra solución que patear el balón, rifarlo, negarlo.
Duró diez minutos pero bastó para repasar las diapositivas de nuestros miedos. Suerte que el balón regresa a quien lo acaricia. Y España logró bajarlo, domarlo, mimarlo. Con cada pase ganábamos en confianza y un par de conexiones la doblaban, tres la triplicaban, ya así avanzábamos, multiplicando y multiplicándonos.
A los 22 minutos se confirmó nuestra recuperación. Ramos penetró en territorio enemigo y buscó el área, templado. Allí, en el cráter del volcán, Torres se elevó hasta superar los dos metros eternos de Mertesacker. Su cabezazo pegó en la cepa del poste y el rebote burló a Xavi, que lo esperaba con un cazamariposas.
Ese palo hizo retumbar el cráter del Prater porque nuestra afición también es distinta y canta más, y, sobretodo, es más feliz. Ya eran nuestros, que empiece el espectáculo. Sesc lo señaló con un disparo lejano. Y acto seguido lo ratificó con un pase delicioso que se coló entre el orden prusiano de la defensa alemana. Torres arrancó con tanta desventaja que lo perdimos de vista para tomar aliento y croqueta. Hasta que nos despertó el rumor. Torres pugnaba y vencía. Torres marcaba, España volaba. El primer mérito del Niño fue la fe, luego la velocidad, y por último la habilidad para sortear al defensa y batir al portero.
Se cerraba el círculo. Se esperaba al gran Torres durante todo el campeonato y había que darle la razón a Luís por exigirle al máximo para que llegado el momento nos diera lo máximo.
Alemania tenía que apretar en los últimos minutos de la primera parte y hay que agradecer su entereza a la defensa en general y a Marchena en particular, porque además de balones despejó tibias y cabezas.
En la segunda parte fuimos lo mejor de nosotros mismos. Desde la banda, Luís reclamó toque con ese gesto que consiste en sacudir las manos como quien se desprende de algo pegajoso, del miedo, de los complejos, de la historia negra. Y España se elevó hasta el infinito. Jugamos con una generosidad conmovedora, felices, geniales. Pudimos marcar más goles, dos, tres, quizá cuatro. Pero yo al final ya no veía.
Que nadie se seque las lágrimas, porque nos faltaban esas lágrimas. Aunque alguno, seguro, dirá que exagero.
Casi integro del artículo de Juanma Trueba. Diario As 30 de Junio.
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